La auténtica sonrisa no conoce la
muere. Y es que la sonrisa es como el amor. Han pasado muchos años y
prácticamente nunca, que yo sepa, ha faltado a la cita. Se coloca en el chaflán
de las dos céntricas calles, paso obligatorio para mucha gente.
Muchos
hacemos una pequeña parada, lo saludamos y compramos el cupón.
Pablo
nos “mira” sonríe y siempre responde a nuestro saludo. Para todos y para cada
uno tiene su frase de ánimo, se recuerda hasta del número preferido de las
personas más exigentes. Luego su mano, serena y paciente, espera la respuesta…
Un
buen día viendo a Pablo, en su lugar preferido, me quedé con un gran
interrogante. Me refiero a sus oscuras gafas y no porque use gafas, sino porque
le observé cómo cuidadosamente las limpiaba.”Si es ciego ¿para qué las limpia?”
pensé.
Luego
se las puso y sonrió, hasta su rostro había cambiado, estaba satisfecho. Se
sentía bien y esperaba que alguien le saludara o pidiera un cupón.
Ese
día pasé a su lado y no le dije nada. No quise profanar su “mirada”, su sonrisa
y su silencio comunicador.
Yo
seguí caminando en silencio también, pensando en el gesto de Pablo. Tal vez yo
no veía como él, seguro. Su mirada era fija, profunda, hacia adentro. Las
imágenes externas no le distraían. Todo quedaba en su interior.
Este
día Pablo me había dado una lección, mejor, una gran lección; algo muy
importante en toda relación humana: el valor de la comunicación.
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